
Como casi todas las personas de mi edad, yo tengo pueblo. El pueblo de mis padres, pero que siempre fue y sigue siendo el mío. Mi pueblo se llama Soto de Agues y está en la falda del Puerto de Tarna en el Parque natural de Redes.
Mi pueblo tiene una tradición centenaria del conceyu abiertu y de lo común. Por ejemplo, existían los molinos comunales, los pastos comunales y hace ya unos cuanto siglos el concejo entero se unió para comprarse a sí mismo, cuando la Orden de Santiago lo puso en venta.

Cuando mis padres eran unos críos, en una de las plazas del pueblo había un aserradero comunal, un molino de pisar la escanda comunal, una bolera comunal y una capilla que también voy a llamar comunal. Vinieron los años 60 y 70, la emigración, la pérdida de las formas de vida tradicionales y la paulatina desaparición del derecho consuetudinario y de las formas de organización política milenarias que sobrevivieron hasta ese momento. Eso supuso que el aserradero sea hoy un garaje privado, el molino un trastero privado, la bolera se use para aparcamiento y la capilla…la capilla se salvó de la venta, cuando mi abuela y otra señora le montaron la guerra al “señor cura” que tenía apalabrada la venta a un particular. Con dinero recaudado casa por casa y con sextaferia la arreglaron, impidiendo que se vendiera. Para mi infancia fue muy importante porque cuando llovía, su atrio, cavidru en asturiano, era el lugar de reunión y juego, cuando no llovía, su entrada era una magnífica portería. Es decir, sí fue un edificio comunal, defendido por la comunidad, sustentando por la misma y utilizado para fines comunitarios.
Con la llegada de la democracia, esta situación debería haberse revertido, pero no fue así, o al menos no del todo. Los ayuntamientos sustituyeron completamente las asambleas vecinales y se consideraron los únicos representantes de la ciudadanía. El resultado no ha sido precisamente ejemplar.
En mi pueblo también había en los años 50 una biblioteca y también se fue al traste a finales de los sesenta. Unos 25 años más tarde, una iniciativa vecinal tuvo eco en el gobierno de Pedro de Silva y se abrió una nueva biblioteca. Los primeros meses el trabajo voluntario de unas pocas personas, entre las que me encuentro, hizo que la biblioteca echase a andar con notable éxito, convirtiéndose en un centro de encuentro social de la infancia y la juventud. Posteriormente el ayuntamiento contrató a una persona a tiempo parcial. De acuerdo con una costumbre inveterada en nuestro país, decidieron pasarse la ley por donde quisieron y contrataron a una vecina del pueblo que desempeñó muy bien su trabajo, cuando se fue a estudiar a Barcelona, el trabajo lo heredó su hermana y luego otro vecino, personas seleccionadas con acierto, aunque me temo que con procedimientos no recogidos en las leyes. El caso es que la biblioteca fue languideciendo, sin que el ayuntamiento hiciese más esfuerzo que pagar al bibliotecario tres horas a la semana.
En esa tesitura, decidieron que había que hacer obras y cerraron la biblioteca durante un año. Un año entero. Aquello más que languidecer se moría. Por lo que decidieron que era necesario volver a remodelar el edificio entero otra vez. Otro año de cierre.

El resultado es que este verano, maniobré para que mi herencia genética corra y disfrute por los mismos senderos que dibujaron mi infancia. Y claro, quise llevarlos a la biblioteca. Primer problema, nadie de quienes pregunté sabía si la biblioteca estaba abierta. Nadie. Averigüé al final que abría de 15 h 30 min a 16 h 30 min, los lunes, miércoles y viernes. Un magnífico horario, que si encima lo anuncias en un papelín pegado de cualquier manera en la ventana y fechado en 2013, es muy efectivo para que no vaya nadie.
Es decir, que se ha remodelado dos veces el edificio, se ha hecho una importante inversión en libros y todo para que la gente que vive en el pueblo no sepa si la biblioteca está abierta o cerrada.
La historia del telecentro es similar. Los telecentros fueron una magnífica idea del Principado de Asturias que después de estar en marcha en toda Asturias, haciendo un magnífico papel, se desmantelaron por rencillas de competencias entre el Principado y los ayuntamientos. El caso es que aquí también se remodeló el edificio un par de veces y el telecentro ha estado cerrado más tiempo que abierto. El resultado, las personas a las que pregunté por la biblioteca tampoco sabían si el telecentro estaba abierto ni sus horarios. Es decir, dos edificios, remodelados cada uno de ellos dos veces, dos personas contratadas, dos servicios buenos e interesantes y… sin usuarios.
¿Hubiera sido tan difícil tener el telecentro y la biblioteca en un solo edificio con una única persona contratada, menos gasto en ladrillo y mejores horarios?. ¿De verdad hacía falta tanto dinero en remodelar los edificios cada dos por tres?. Lo lamentable es que estos dos pequeños ejemplos son solo la punta del iceberg del dinero tirado en ladrillo y de la mala gestión de los servicios.
Ha habido un abandono total de lo común, de la red pública. Faltan personas que quieran preocuparse de lo común y hay una profunda guerra ideológica para desprestigiar a quien se ocupa de la cosa pública. Necesitamos rearmar lo común, reapropiarnos de lo que es nuestro y luchar contra los intentos de privatización de lo público, como hizo mi abuela con la capilla del pueblo. Pero para eso, es necesario que la gente se implique y salga de la comodidad de su casa, como hicieron con la capilla, poniendo dinero y trabajo. Y para que la gente se implique es necesario que sienta como suya la causa, como la sintieron en aquel caso, porque la capilla era para parte de su día a día y su realidad y su historia.
La conclusión es clara. Hay que resucitar el espíritu y la forma del conceyu abiertu. Tenemos que trabajar para que haya espacios públicos donde desarrollemos nuestra vida comunitaria. Por eso es necesario tomar las instituciones y crear los instrumentos necesarios para ello. Hay que hacerlo ahora y hay que hacerlo en común.